Hablar del
tiempo es introducirse en una enredadera con hojas puntiagudas que pueden
hacerte cosquillas o cortarte hasta terminar nadando en tu propia sangre.
Pero cuando
el tiempo te persigue como si fuera
alguno de esos terroríficos seres de una película psicótica, terminas corriendo
y rogando que no tropieces con una torpe piedra. La ventaja de todo este
thriller es que la vida es (tal vez) la única cosa que te da opciones, solo debes
introducir tu dedo en la pecera de posibilidades y pescar un pez o dejar que
uno te muerda. Todo depende del gramaje de suerte que tengamos en nuestras
vidas.
Esos peces
(algunas veces carismáticos) son las decisiones. Grandes y pequeños, no importa
el tamaño sino la intención, esa verdadera parafernalia que nos hace levantar
cada mañana y compartir el aire con los demás seres humanos.
Aunque tomar una
decisión no sea tan fácil como tomar un jugo de manzana, con el tiempo puede
tener el mismo sabor, todo depende de que sobrevivas a la cena con los
fantasmas de los miedos, los reproches y los nervios. Nadie dijo que era tan
fácil como hacer hot cakes en una mañana nebulosa, pero tampoco es más difícil
como tener la corona de la Reina Isabel.
Las decisiones
deben tomarse tan calientes como un té y muy despacio, sorbo tras sorbo,
analizando y pensando, dejando que nuestros mismos pensamientos terminen en un
concilio pacifista y esperando que entreguen el veredicto final.
Es como afirmar
o negar una pregunta pero aumentado los fundamentos, creando una historia
previa y viajar hacia el futuro para quedarse aparcado un largo tiempo allí,
cerca de un árbol, esperando a que caiga una manzana.
Después solo
queda esperar, y ver si con esa manzana podemos sembrar algunos árboles, hacer
un jugo o crear un furtivo y ridículo sepelio antes de depositar los restos
putrefactos de la manzana en un sucio basurero.
Arriesgarse,
solo queda arriesgarse.